jueves, 11 de febrero de 2010

Kentucky's Derby (2)

El día siguiente fue agotador. Con sólo treinta horas antes de la carrera, no tenía credenciales de prensa y—de acuerdo al editor de deportes del Courier-Journal de Louisville—ninguna esperanza de conseguirme una. Peor aún, yo necesitaba dos de ellas: una para mí y otra para Ralph Steadman, el dibujante inglés que habían mandado desde Londres para realizar algunos dibujos del Derby. Todo lo que sabía sobre él era que ésta sería su primera visita a los Estados Unidos. Y mientras más pensaba sobre este hecho, más miedo me daba. Cómo podría él soportar el atroz shock cultural que significaba ser arrancado de Londres y arrojado dentro de la turba embrutecida por el alcohol del Derby de Kentucky? No había forma de saberlo. Afortunadamente, llegaría al menos un día o más antes, y tendría tiempo de aclimatarse. Tal vez unas pocas horas de pacífico descanso en Bluegrass, cerca de Lexington. Mi plan era recogerlo en el aeropuerto en el enorme Pontiac Ballbuster que había arrendado a un vendedor de autos usados de nombre Coronel Quick, para luego llevarlo a algún tranquilo entorno que le recordara Inglaterra.

El Coronel Quick había resuelto el problema del auto, y el dinero (cuatro veces el precio normal) había comprado dos cuartos de una ratonera en los suburbios de la ciudad. Él único problema por resolver era el de convencer a los poderosos de Churchill Downs que Scanlan’s era una revista deportiva tan prestigiosa que el sentido común los obligara a darnos dos credenciales de las mejores que tenían para prensa. Esto no fue fácil de lograr. Mi primera llamada a la oficina de publicidad había resultado un fracaso total. El encargado de prensa estaba choqueado con la idea de que hubiera alguien tan estúpido para solicitar pases de prensa dos días antes del Derby. “Mierda, no puedes estar hablando en serio,” dijo. “El plazo final se cerró hace dos meses. El salón de prensa está lleno; no hay más espacio…y de todas formas de dónde diablos es Scanlan’s Monthly?”

Lancé una sonora queja. “No te llamó la oficina de Londres? Ellos enviaron un artista para hacer los dibujos. Steadman. Es irlandés, creo. Muy famoso allá. Sí. Yo lo conocí en la costa. La oficina de San Francisco nos dijo que todos tendríamos credenciales.”

Él parecía interesado, incluso simpático, pero no había nada que pudiera hacer. Lo estuve adulando con más palabrería, y finalmente me ofreció un compromiso: nos entregaría dos pases para entrar a los jardines del Club, pero el Club mismo y especialmente el Salón de Prensa estaban prohibidos.

“Eso suena un poco extraño,” le dije. “Es inaceptable. Nosotros tenemos que tener acceso a todo. Todo. El espectáculo, la gente, la pompa y ciertamente la carrera. No crees que hemos viajado hasta aquí para ver la maldita carrera por televisión, o sí? De una manera u otra, entraremos. Quizás sobornaremos a un guardia—o tal vez lanzaremos gas lacrimógeno sobre alguien” (me había comprado un envase de Mace en una farmacia del centro por $5.98 y de repente, en medio de la conversación telefónica, se me había cruzado la espantosa idea de usarlo en la pista. Rociar a los porteros que cuidaban las angostas puertas del sitio sagrado, luego entrar rápidamente al interior, encendiendo una gran cantidad de Mace en el salón del gobernador, justo antes que la carrera comenzara. O lanzarle gas lacrimógeno a borrachos indefensos en el vestíbulo del Club, por su propia seguridad…)

Para el mediodía del viernes todavía estaba sin credenciales de prensa y aún no había localizado a Steadman. Quizás él hubiera cambiado de idea y se hubiese vuelto a Londres. Finalmente, después de darme por vencido con Steadman y haber intentado infructuosamente de convencer al hombre de la oficina de prensa, decidí que mi única esperanza de obtener las credenciales era ir a la pista y enfrentarlo en persona, sin advertencia—pidiéndole sólo un pase esta vez, en vez de dos, y hablando rápido y con un extraño tono en mi voz, como un hombre a punto de estallar tratando de controlarse. En el camino, me detuve en el despacho del motel para cobrar un cheque. En ese momento, tuve una loca idea, y le pregunté si por casualidad se había registrado allí un señor Steadman.

La mujer en el despacho tenía alrededor de 50 años y lucía de manera peculiar; cuando yo mencioné el nombre de Steadman ella asintió, sin dejar de mirar lo que estuviera escribiendo, y dijo en voz baja, “podrías apostar a que sí.” Luego me sonrió. “Sí, en efecto, el señor Steadman acaba de irse a la pista. Es su amigo?”

Moví la cabeza. “Se supone que estoy trabajando con él, pero ni siquiera sé como está vestido. Y ahora, maldita sea, tendré que encontrarlo entre la multitud.”

Ella se rió entre dientes. “Usted no tendrá ningún problema para hallarlo. Podría encontrar a ese hombre en medio de cualquier gentío”

“Por qué?” le pregunté. “Qué hay de malo en él? Cómo luce?”

“Bien…” dijo, todavía sonriendo, “Es la persona más divertida que yo haya visto en mucho tiempo. Él tiene ese…ese bulto por toda la cara. De hecho por toda su cabeza.” Ella asintió. “Usted lo reconocerá cuando lo vea; no se preocupe por eso.”

Dios Santo, pensé. Eso jodía lo de las credenciales. Tuve la visión de algún cretino muy nervioso, todo cubierto de pelo y verrugas presentándose en la oficina de prensa y pidiendo los pases de prensa del Scanlan’s. Bueno, qué diablos? Podríamos llenarnos de ácido y pasar todo el día vagando por los jardines del Club con algunos bosquejos garrapateados, riéndonos histéricamente de los nativos y bebiendo vasos de menta para que los policías no pensaran que éramos anormales. Incluso podríamos cobrar; instalaríamos un caballete con un gran cartel que dijera: “Artista extranjero hace retratos, $10 dólares cada uno. Venga AHORA!”

Tomé la vía rápida hacia la pista, conduciendo a toda velocidad y haciendo saltar el gigantesco auto de un lado a otro de los carriles, con una cerveza en una mano y la mente tan confusa que estuve a punto de chocar con un Volkswagen lleno de monjas, cuando giré para tomar la salida de la derecha. Todavía existía una remota posibilidad, pensaba, de atrapar al monstruoso británico antes que se registrara.

Pero Steadman ya estaba en el salón de prensa cuando llegué, era un joven inglés de barba que usaba un abrigo de lana y anteojos de la RAF. No había nada de extraño en él. Ninguna vena facial, o huellas de verrugas con pelos. Le mencioné la descripción que me hizo la mujer y se quedó confuso. “No te preocupes por eso,” le dije. “Sólo ten en mente por los próximos días de que estamos en Louisville, Kentucky, no en Londres. Ni siquiera en New York. Este es un lugar extraño. Tienes suerte de que esa enferma del motel no sacara una pistola de la caja registradora y te volara los sesos.” Me reí, pero él parecía preocupado.

“Sólo finge que has venido de visita a este hospital psiquiátrico,” le dije. “Si los tipos se vuelven locos vamos a llenarlos de Mace.” Le mostré el envase de “Chemical Billy,” resistiendo la tentación de diseminarlo a través del cuarto, donde un hombre con cara de rata tipeaba con diligencia en la sección de Asociados de Prensa. Estábamos parados en el bar, sorbiendo el Scotch de la dirección y felicitándonos de nuestra repentina e inexplicable suerte de recibir dos credenciales de prensa de las mejores. La mujer en el despacho había sido muy amistosa con él, dijo Ralph. “Sólo le dije mi nombre y ella lo hizo todo.”

Para media tarde estaba todo bajo control. Teníamos asientos para mirar la línea de llegada, televisión a color y barra libre en el salón de prensa, y una selección de pases que nos daba entrada a cualquier lugar desde la azotea del Club hasta el cuarto de jockeys. La única cosa que nos faltaba era acceso ilimitado al lugar sagrado del Club, las secciones “F&G”…y yo sentía que lo necesitaríamos, para ver a la nobleza del whisky en acción. El gobernador, un cerdo, un mercenario neonazi llamado Louis Nunn, estaría en la sección “G”, junto con Barry Goldwater y el Coronel Sanders. Presentía que estaríamos bien en un cuarto dentro de la sección “G” donde podríamos descansar y beber mentas, empaparnos un poco de la atmósfera y de las especiales vibraciones del Derby.

Los bares y los salones de comida también estaban en las secciones “F&G” y los bares del Club constituyen una escena muy especial. Junto con los políticos, todas las bellezas de sociedad y los jefes locales de comercio, cada loco vanidoso que tuviera alguna pretensión en 500 kilómetros a la redonda de Louisville se mostraría allí, pavoneándose borracho y sobando muchos lomos de forma descarada. El bar de Paddock es probablemente el mejor lugar en la pista para sentarse y observar caras. A nadie le importa ser observado allí; para eso están en ese lugar. Algunos pasan casi todo su tiempo en el Paddock; se sientan en una de las muchas mesas de madera, se echan hacia atrás en las cómodas sillas y observan los siempre-cambiantes y extraños flashs que aparecen y desaparecen de la gran pantalla que está fuera de la ventana. Meseros negros vestidos con chaquetas de servicio blancas atraviesan la multitud con bandejas llenas de vasos, mientras los expertos observan sus cartillas y los apostadores asaltados por corazonadas escogen números al azar o revisan las listas en busca de nombres que les suenen bien. Hay un constante flujo de tráfico desde y hacia las ventanillas de apuestas afuera de los pasillos de madera. Luego, a medida que se acerca el comienzo de la carrera, la multitud se diluye y la gente regresa a sus salones.

Con seguridad, nosotros tendríamos que imaginar alguna forma de pasar más tiempo en el Club mañana. Pero los pases de prensa para “dar una vuelta” en las secciones “F&G” eran válidas por 30 minutos cada vez, presumiblemente para permitir a los tipos de la prensa correr dentro y fuera para tomar fotos o hacer rápidas entrevistas, pero evitando que vagabundos como Steadman y yo pasáramos todo el día en el Club, acosando a la nobleza y revolviendo las extrañas carteras de mano mientras cruzábamos los salones. O que lanzáramos Mace al gobernador. No había límite de tiempo el viernes, pero el día del Derby los pases para dar una vuelta serían muy demandados. Y considerando que tomaba cerca de 10 minutos ir desde el salón de prensa hasta el Paddock, y 10 minutos regresar, eso no dejaba mucho tiempo para observar seriamente a la gente. Y a diferencia de muchos otros en el salón de prensa, nos importaba un comino lo que sucediera en la pista. Nosotros habíamos venido para ver a las verdaderas bestias actuar.



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