Regresamos al Club para ver la gran carrera. Cuando la multitud se paró para cantar “My Old Kentucky Home” con la bandera en alto, Stedman se puso enfrente de ellos y comenzó a dibujarlos histéricamente. Desde algún lugar de los salones una voz chilló, “agáchate, hippie idiota”. El carrera sólo duró dos minutos, y aún desde nuestros asientos de clase privilegiada y usando los binoculares más poderosos, no había forma de ver lo que estaba sucediendo realmente con nuestros caballos. Dios Santo, el caballo de Ralph, tropezó y perdió a su jinete en la última vuelta. El mío, Pantalla Silenciosa, lideró la carrera hasta la última vuelta, pero cayó al quinto puesto en la recta final. El ganador, llamado Comandante del Polvo, pagaba 16-1.
Momentos después de que la carrera terminara, la multitud se precipitó violentamente hacia las salidas, corriendo para tomar taxis y buses. Al día siguiente el Courier hablaría de violencia en los estacionamientos; mucha gente fue golpeada y pisoteada, robaron muchas carteras, hubo niños perdidos, peleas con botellas. Pero nosotros nos perdimos todo esto, habiéndonos retirado al salón de prensa para beber después del espectáculo. A estas alturas, nosotros estábamos medio trastornados debido al whisky, la fatiga causada por la exposición al sol, el choque cultural, la falta de sueño y la disolución general. Estuvimos dando vueltas por el salón el tiempo suficiente para ver una entrevista al propietario del caballo ganador, un pequeño y elegante hombre llamado Lehmann que decía que acababa de llegar a Louisville esa mañana desde Nepal, donde él “había capturado un tigre gigante”. Los reporteros de deportes murmuraron su admiración y un mesero llenó el vaso de Lehmann con Chivas Regal. Él acababa de ganar $127.000 dólares con un caballo que le había costado $6.500, dos años atrás. Su trabajo, dijo, era el de “contratista retirado.” Y luego agregó con una gran sonrisa dibujada en su rostro, “Me acabo de retirar.”
El resto del día fue pura locura. El resto de la noche también. Lo mismo al día siguiente. Ocurrieron cosas tan horribles que ni siquiera puedo pensar sobre ellas ahora, y menos aún publicarlas. Tuve suerte de haber escapado con vida. Uno de los recuerdo más claros que tengo de esos días, es de Ralph siendo atacado por uno de mis viejos amigos en el salón de billar del Club Pendennis, en el centro de Louisville, la noche del sábado. El hombre había rajado su propia polera hasta la cintura antes de imaginar que Ralph estaba detrás de su mujer. No hubo golpes, pero los efectos emocionales fueron enormes. Luego, como si fuera el epílogo final al horror, Steadman puso a trabajar su diabólico lápiz y trató de arreglar las cosas haciendo un pequeño retrato de la mujer a la que le habían acusado de acosar. Tuvimos que huir del Pendennis.
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